martes, 10 de febrero de 2015

Primeras páginas de La Coruña, 1936

LA CORUÑA, 1936




-1-
            Me llegaron voces a través del suelo de tablones de mi despacho, que es el techo del negocio del bajo, Sastrería Solymar. Aparté el archivador, pegué la oreja al suelo estilo sioux y me dispuse a escuchar por el agujero de carcoma. Juan, el sastre, negaba que en el primero existiera un abogado; sin duda le parecía sospechoso que yo pudiera tener un cliente. Debí sentirme ofendido porque no soy un mal matrimonialista; pero mi único pensamiento fue, si sería mejor saltar al patio trasero o si me torcería el tobillo como la otra vez. Bah, ¿qué importancia puede tener el que yo haya exhibido un llavero del Partido Socialista Popular durante unas diligencias en comisaría? Ninguna. Dicen que ahora en noviembre de 1972, con Franco a punto de diñarla, estas cosas están medio permitidas. Es más, mis ojos están puestos en un póster del Guernica que tengo en la pared ¡y no soy el único en La Coruña! Lo peor fue que a la hora de los vinos presumí de mi heroicidad en el Bar la Bombilla. Alardear no.
Agucé el oído. El presunto cliente era una voz de mujer modulada e imperiosa, con acento mezclado de gallego y cubano. Demasiado retorcido para una policía de la Brigada Político Social. Juan aún negaba con espesos argumentos ¿cómo un sastre va a tener por socio a un abogado? ¡Nunca me pagaría! El carcamal y yo nos prestábamos favores mutuos: yo no cobraba el alquiler de la casa que era herencia mía y a cambio, él me prestaba una especie de servicios de pasante. Aunque, bien mirado ¿para qué quería yo un pasante octogenario que hablaba con el tono de una niña de siete años?
            -Subo –resonó en mi agujero la voz femenina-. Subo, lo veo y me voy.
            -¿A quién? –dijo la voz blanca del octogenario.
            -A Enrique Rojas. Vengo de Estados Unidos para encargarle un asunto.
            -¿Un asunto? -dijo la voz de Juan ya en tono más positivo. La referencia americana infundía un matiz de solvencia: esta señora es de las que pagan. El que estaba arriba tumbado en el piso, Enrique Rojas, se puso en trance. Puedo asegurarlo porque yo soy Enrique Rojas y si algo me he propuesto en la vida es componer una gran novela. Lo de abogado es una tapadera. La América literaria desfiló ante mis ojos: Hemingway, Capote, Fitzgerald, Montanos… ¡Dios mío, qué hago aquí tumbado! No me pude contener.
            -¡Arriba! ¡Arriba! –grité con voz cavernosa por el agujero.
            -¡Ay Jesús! –dijo la voz caribeña- Usted sigue siendo fascista.
            -¿Qué?
            -Acabo de escuchar esos gritos ¡Arriba España!, ¡Arriba Franco!
            -¿De dónde ha sacado usted que yo…? –Juan cambió de idea- Oiga, corte, que estamos en mi casa –se detuvo, por suerte. Temí que fuera a echarle un discurso, porque Juan es de esos falangistas a los que el paso de las décadas ha llevado a olvidar los paseos, poético nombre que daban a los asesinatos de rivales políticos, arrancados de sus camas. No creen que hayan hecho lo que hicieron y es más, opinan que nunca fueron franquistas.
            -¿Qué mira señora? –dijo Juan.
           -¿Qué es eso que está en la cesta? Un hombre reducido a la mínima expresión, un homúnculo. ¿Pero qué clase de jíbaro es usted?
            -Es un bicho, una mascota ¿no ve que es una mascota?
            Estaban hablando de PAJ y yo podría estar más de acuerdo con la voz femenina que con Juan.
             La del acento exótico, se impacientó:
            -A cortar trajes. Usted, Juan, a cortar trajes. Yo, a hablar con el abogado Rojas.
            Me ilusionó que me llamará abogado a pesar de mi nula vocación. ¡Reconozcámoslo! Nunca llegué a cobrar ni tres minutas en toda mi existencia y mi mantenimiento, se basaba en un sistema vergonzoso que no es este el momento de detallar.
            -De aquella, deje que le cuelgue el abrigo –dijo Juan-. Las escaleras en La Coruña no las parecen. ¿Las ve? A la izquierda, es eso tan estrecho. Sígame, subamos junto a don Enrique.

            Estaban a punto de subir. Me incorporé; me sacudí a dos manos el polvo del suelo, las fibras de la alfombra y el olor a pies. Me dejé caer en mi sillón. El corazón brincaba esperanzado con cobrar la minuta de mi vida o, ¿quién sabe?, con sacar material para un thriller. Aún no lo sabía, pero por los escalones ascendía hacia mí el pelotazo. El pelotazo de mi vida. Una novela de paseados que yo no hubiera sido capaz de discurrir ni aunque hubiera vivido diez mil vidas. Lo único malo es que en este caso no sería de aplicación el “todo parecido con la realidad es pura coincidencia” y, pasados los primeros saltos de alegría, comprendí que la publicación iría para largo: tendría que esperar hasta que los personajes estuviesen suficientemente muertos. Pero no vayan a creer que ése es el único motivo de que esta obra aparezca después de pasadas las luminarias del año dos mil: necesito el dinero. Un cruel incidente me ha privado de un sistema de vida sumamente original, sistema del que daré cuenta, pero no aquí, porque tengo una larga novela para explicarme. Sean pacientes.


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