martes, 10 de febrero de 2015

PRÓLOGO de la novela SEBASTIÁN DE OCAMPO.

PRÓLOGO

 

            En la Edad Media la alta tecnología venía de Oriente. El comercio, basado en especias (clavo, nuez moscada, pimienta) y sedas, pero también en brújulas y pólvora, confluía en Constantinopla tras su paso, bien por el Índico egipcio, bien por la ruta caravanera asiática. De allí se distribuía a toda Europa. Es bien conocido el efecto de oscuridad total, de apagón, que produjo la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453 y el subsiguiente cierre de fronteras. ¿Y ahora que? se preguntaron las opulentas flotas de Génova y Venecia, asiduas visitantes del Cuerno de oro. Si no se podía comerciar a través del Asía Menor, la solución elemental era alcanzar las costas indias y chinas dando el rodeo por África y en ello se empeñaron los portugueses que tenían la suerte de estar situados en primera fila de la nueva ruta, igual que antes lo había estado Venecia. Sucesivas bases de apoyo naval en Bojador, Guinea y cabo de Buena Esperanza, fueron acercándoles al objetivo.



 Ya se avizoraba la meta, el último salto hacia el Este, a favor del monzón que empujaría las velas portuguesas primero a la India, luego a la China y las islas de la Especiería. En ese momento apareció por Lisboa un loco. Colón hablaba sí, de alcanzar el Este por el Oeste, pero también del Paraíso, del reino de Saba y de la fuente de la Eterna Juventud. Lo primero podría parecer razonable, puesto que se conocía la redondez del mundo y en el respetado mapa de Toscanelli solo había una masa de agua entre Hispania y Catay (La China), precedida esta por una profusión de islas, la principal de las cuales era Cipango (Japón). Portugal, que ya tenía una ruta asentada en bases seguras por el Este-Este y, sobre todo, viendo que  aquel genovés tenía sus cosas, lo despidió con viento fresco.



En Castilla, los Reyes Católicos se disponían a terminar en nombre de la cruz la conquista del último bastión árabe en la península, Granada, tras ocho siglos de combates. Pero el cuerpo pedía más a aquellas mesnadas y en especial a la clase de los hidalgos, una especie de samurais cuyo único oficio honorable era la guerra. Piénsese en don Quijote; la falta de enemigos los haría enloquecer y serían capaces de arrojarse contra los molinos o incluso algo peor, como por ejemplo los reyes. Colón se cambió a esta corte, donde cualquier propuesta mesiánica tendría el campo abonado, con la ventaja de no existir unos técnicos tan duros como los de la Escuela de Navegantes portuguesa. Aquí nadie sería capaz de afirmar con conocimiento de causa que los cálculos de Toscanelli eran errados y que la presunta bañera de agua entre España y la China era inmensa (o, mejor dicho, lo sería si no existiese América). En un tiempo sorprendentemente corto se armaron las tres carabelas en el puerto de Palos, tan próximo a la nueva ruta, y lo demás creo que no hace falta contarlo.


BATEY.  AQUÍ, UNOS EXTRAÑOS CHINOS JUGABAN A LA PELOTA
El 12 de octubre de 1492 Colón descubrió la China, es decir una de sus islas precursoras, Guanahaní. Había tardado poco más de un mes navegando hacia el Oeste: los portugueses eran rematadamente tontos con su pesada vuelta semestral al continente africano por los rumbos del Este. Castilla se había hecho con el fabuloso negocio del comercio mundial sin apenas mancharse las botas. Como quien bracea entre papeles de celofán  para buscar el regalo escondido, así se aplicó el genovés a descartar febrilmente islas para llegar cuanto antes al tesoro: el Catay. Era vital apartar aquella procelosa maraña de islas, en realidad caribeñas, pero para él japonesas o malayas, y desembarcar en la llamada Tierra Firme. Sus ojos alucinados acabaron por fijarse en Cuba como el territorio con mayores posibilidades de representar la China.
HIGÜERAS (LA "U" SUENA). CON ELLAS, LOS PRETENDIDOS CHINOS HACÍAN MARACAS

El segundo viaje fue a tiro fijo. Colón costeó el sur de Cuba a lo largo de unas trescientas leguas hasta que decidió darse la vuelta porque había llegado a la conclusión de que “no existen islas tan grandes” y que por lo tanto ya estaba ante la ansiada Tierra Firme. Así se lo hizo jurar ante notario a sus hombres y el que se desdijese recibiría una multa y le sería cortada la lengua, con el añadido de cien latigazos si el maledicente tenía la desgracia de ser plebeyo. Fue el famoso Juramento Colombino. En el mapa del descubrimiento que presentó a los reyes, llamado la Carta Plana, Cuba es una península de China. La superchería se mantuvo largos años y no solo por temor a perder la lengua o por miedo a la familia Colón (virreyes hereditarios de esta parte del mundo): también era, diríamos, una idea “razonable”, a la vista del mapa de Toscanelli. Este segundo viaje ya no había sido a la descubierta, sino de colonización con albañiles, leguleyos, labradores y poetas; toda una amplia panoplia de la sociedad castellana de aquel tiempo. También hidalgos, conocidos como “criados de la reina Isabel”, vale decir su tropa de choque en la guerra de Granada, para ellos desgraciadamente concluida. Sebastián de Ocampo fue uno más de los que cruzaron el Océano en busca de trabajo para su espada. Perteneciente a una de las familias de más rancio abolengo de Santiago de Compostela (los O Campo, do Campo o del Campo, literalmente de “fuera de murallas”), quizás no se enorgulleciese de sus tatarabuelos cambeadores, es decir enriquecidos con el cambio de moneda a los cosmopolitas viajeros que peregrinaban a la tumba del Apóstol Santiago. Recién ennoblecidos, los Ocampo cometieron el error de apoyar al rey legítimo Pedro I contra el pretendiente Enrique de Trastámara, lo que costó el exilio en Portugal a los más conspicuos miembros de la familia. Quizás en esa falla, aunque también en el espíritu renacentista, estuviera la clave de la ansiedad de Sebastián de Ocampo por acometer hechos gloriosos. Colón, descubridor de la China en Cuba, había dejado un auténtico regalo al primer descubridor audaz que se lo propusiese.



      Los hidalgos castellanos regresaron pronto de este primer contacto con las tierras americanas, horrorizados ante la proverbial capacidad para el desbarajuste de Cristóbal Colón.  Conscientes de ello, los reyes, tras un primer tanteo con Bobadilla, enviaron por fin a un hombre de peso a las que ya se empezaba a llamar Las Indias: Nicolás de Ovando, que pronto sería comendador mayor de una de las órdenes militares, Alcántara, vale decir la elite administrativa de aquellos tiempos. Ocampo tuvo que embarcarse en la expedición ovandiana porque durante su estancia en España se las había arreglado para cometer un homicidio, algo sin importancia si uno era hidalgo y acometía una misión peligrosa, tal como estaba considerada la aventura americana.



En sus primeros tiempos indianos, Nicolás de Ovando se comportó como un gobernador circunspecto, sin atreverse a superar los límites del Juramento Colombino. Ante una aburrida perspectiva colonial ceñida a la isla de La Española, Ocampo se aplicó a las labores agrícolas, levantando una explotación modélica cerca de Santo Domingo a la que llamó como no podía ser menos, Compostela. Al cabo de unos años, el gobernador se sintió apremiado por el cerco de la familia Colón que exigía sus derechos virreinales, ahora ya no en nombre del lunático padre, sino del hijo, Diego Colón, casado con la nieta del todopoderoso duque de Alba. Desde siempre, una de las huidas más recomendables fue la “huida hacia delante”. Esta será la historia del “bojeo de Cuba”, vale decir, darle la vuelta a la isla para comprobar que no estábamos ante la Tierra Firme. Una decisión llena de consecuencias, pues al otro lado del mar estaba Méjico y el imperio azteca; precisamente en Compostela de Azua tenía Ocampo por vecino a un notario gran aficionado a la pesca llamado Hernán Cortés. Que también se aburría.
    Si ya es difícil durante la vida tener una sola ocasión participar en la Historia con mayúsculas, que decir de Ocampo, que tuvo dos. A petición de Diego Colón socorrió con bastimentos y hombres a Vasco Núñez de Balboa que ya avizoraba por informes ciertos el descubrimiento del mar del Sur (el Océano Pacífico) al que, ¡esta vez de verdad!, se asoman la China y el Japón. Pero Balboa había tenido la mala idea de deshacerse de dos oficiales de la corona, Enciso y Nicuesa, y su cabeza peligraba en vertiginosa carrera con la salvadora hazaña que la redimiría. Las cartas que entregó a Ocampo para llevar al rey eran dramáticas: de la rapidez en la entrega dependería que cosa caía antes; si la gloria o la cabeza de Balboa. Naufragios y enfermedades determinaron la lentitud del cartero y al final cayeron las dos cosas: la gloria y la cabeza.


Ocampo es un personaje que congenia inmediatamente con el espíritu moderno ya que siempre antepuso su faceta de “descubridor” y el trato pacífico con el indio a la modalidad más exterminadora del “conquistador”. A pesar de ello, o tal vez por ese motivo, apenas es recordado y hoy solo queda un islote aislado en el lugar de su naufragio que lo recuerde: cayo Ocampo. Espero que estás páginas vengan a remediar un poco este olvido o al menos a despertar interés por el más importante de los pioneros gallegos  en el Nuevo Mundo.

     Si te interesan las abracadabrantes aventuras del héroe gallego, pincha aquí: Sebastián de Ocampo

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